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VENERABLE GLICERIO LANDRIANI

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Landriani
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Corazon de Glicerio
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Capítulo IV: Aquí es mi lugar

Capítulo 1
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Hacía todavía calor en Roma, aunque era ya otoño. Luego de acompañar

a los alumnos a sus casas, el 29 de septiembre de 1612,

Glicerio escribía a su tío Federico:


“Deus super omnia Christus
Ilustrísimo y Reverendísimo Padre en Cristo:
Yo me encuentro en las Escuelas Pías de Roma, donde acuden hasta 800 entre niños y jóvenes, y hasta ahora no he enseñado más que gramática.

Y aquí he venido sin que yo lo buscase, solo por pura obediencia a los superiores. Es bien cierto que mi corazón lo deseaba bastante,

pero no lo manifestaba por no mostrar afecto a cosa alguna, sino estar en todo resignado a la voluntad de Dios nuestro Señor y de los superiores.

Ahora estoy seguro que es voluntad de Dios nuestro Señor, y espero

que el Señor quiera servirse de mí para esta obra suya, que es tan importante que me llena de asombro, porque estos niños de los pobres, que suelen andar por las plazas sin ningún freno de temor de Dios nuestro Señor, siendo presa de toda deshonestidad en palabras y actos feos, aquí se retiran del ocio

y del mal, y con la ayuda divina se ocupan en ejercicios, no solo del espíritu sino también del conocimiento de la doctrina cristiana. Aquí se les da papel, plumas, rosarios, doctrinas cristianas, libros espirituales, por amor de Dios,

y oficios parvos de la Virgen, para que dejen las vanidades y se eduquen

en el servicio de Dios; y verdaderamente no se puede decir cuánto importa para estos niños, que no han cogido mal hábito, tomarles a tiempo en el buen momento. ¡Oh qué facilidad, qué dulzura se encuentra!

¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo!...”.


El P. Domingo Ruzzola había acertado con su orientación y lo había conducido a las Escuelas Pías. Estaba ahora bajo la tutela del P. José

de Calasanz, renombrado en Roma por su vida y entrega por los pequeños

y pobres. Glicerio no había llegado solo sino que había arrastrado consigo

a su fiel Francesco Selvaggi, por supuesto, y a otros cuatro buenos amigos.
Las Escuelas Pías, desde el corazón de Roma, procuraban educar en la vida cristiana y posibilitar el acceso a la cultura a los hijos del pueblo.

Buscaban renovar así las costumbres corrompidas del tiempo y poner buen remedio a los vicios y males que debilitaban a la Cristiandad.

Calasanz, que comenzaba a envejecer, había recibido el regalo que tanto había estado pidiendo. Esperaba un sucesor a quien preparar con tiempo y luego poner al frente de la obra. Y este jovencito de 22 años, fervoroso, bien preparado y mejor dispuesto era la cabal respuesta a sus ruegos. Además, no venía solo sino que traía consigo a otros que se sumaban con entusiasmo a la tarea.
Glicerio valía por cinco y venía con cinco más. Su llegada fue motivo de fiesta

y Calasanz la consideró siempre un don particular de la santísima Virgen María. Hasta ese momento sus colaboradores eran gente mayor e incluso notablemente anciana como Dragonetti. El venerable p. Gaspar Dragonetti, siciliano, había llegado a las Escuelas Pías con 90 años y educó allí hasta su muerte, a los 115.

 

Con el joven Landriani y sus amigos, Dios daba vida y futuro a las Escuelas Pías.
Glicerio no fue solo un incondicional colaborador de Calasanz y generoso benefactor de su obra, se volvió su mejor discípulo y su más querido hijo.

Las dos almas se encontraron unidas por el mismo ardor del Espíritu Santo. Tenían una afinidad y familiaridad que no venían de la carne ni de la sangre,

sino de Dios. Les bastaba mirarse para entenderse. Se complementaban de forma sorprendente. Ellos dos más el viejo Dragonetti eran imparables. Lo demostraron al fundar, los tres, contra viento y marea, Escuelas Pías en Frascati.


Glicerio encontró en Calasanz a un maestro de sabiduría, que supo encauzar todo el torrente de fervor que brotaba de su noble corazón. Desde que decidió quedarse en las Escuelas Pías bajo la obediencia a Calasanz, no hubo más rarezas

en su joven entusiasmo sino entrega cotidiana, perseverante y amorosa.

Calasanz encontró en el padre Abad, como con cariño lo llamaba, a su mejor aliado en la lucha por conquistar el corazón de los niños y jóvenes para Cristo.

Se maravillaba de todo lo que su creatividad hacía surgir

para enriquecer las Escuelas Pías.
Así fue que del corazón ya escolapio de Glicerio brotaron novedades arraigadas en el tronco calasancio: la oración continua de los alumnos en turnos durante las clases; el acompañamiento en filas hasta sus casas al terminar la jornada escolar; la prolongación de la tarea educativa con las catequesis dominicales

en los barrios... Glicerio hacía florecer y fructificar todo lo que tocaba.
Incluso llegó a idear un plan para formar a los alumnos mayores como evangelizadores mediante un curso breve en tres años de Filosofía y Teología. Escribía a su tío: “Porque nos parece una invención inspirada por el Espíritu Santo esta brevedad de hacer estos cursos para quien desea saber lo necesario solo

para gloria de Dios y salvación de las almas”.
Es que Glicerio estaba encendido y quería encender a muchos más.

Era un multiplicador nato. Estaba destinado por Dios a ser el primero

de muchos jóvenes que encontrarían su lugar junto a Calasanz,

en las Escuelas Pías, para siempre.

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Cada noche, cuando cosechaba lo vivido en su jornada, Glicerio agradecía, conmovido: ¡Qué tremendo es este lugar: casa de Dios,

puerta del cielo!. Y a la mañana siguiente, al despertar, se levantaba, como todos los escolapios lo han hecho siempre, susurrando

y cantando en el corazón:
¡Qué deseables son tus moradas, Señor del universo! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne

se alegran por el Dios vivo. Hasta el gorrión ha encontrado una casa;
la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor de los ejércitos, Rey mío y Dios mío.

Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre!
Glicerio había encontrado su lugar.

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