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VENERABLE GLICERIO LANDRIANI

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Landriani
Corazon de Glicerio
de Cristo
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Capítulo II: Un joven ante el espejo

Capítulo 1

- Este corte de pelo no me queda como esperaba. El cabello nunca me dura peinado como me gusta y mi nariz ha crecido demasiado —se decía Glicerio, preparándose para salir.
Al menos estaba apropiadamente ajustada su nueva ropa de seda.

Le quedaba en verdad muy bien. Destacaba su altura y buena complexión. Bastante cara le había costado. Bien invertida tenía las primeras ganancias obtenidas del título de abad comendatario que había heredado.

Claro que él no era un monje. En su familia eran legítimos herederos de una antigua abadía, ya sin monjes, y con excelentes terrenos que daban buenas cosechas y mejores ganancias.

Además de las rentas había recibido el título honorario de abad.
“Señor Abad”. Le gustaba que así lo llamara Francesco. Ahora era su ayudante principal. Ya no se trataban con la misma familiaridad que tenían cuando eran niños. Más respeto aún le tributaban los demás sirvientes de su recién estrenada residencia en Roma. Eso le agradaba.

Los Landriani siempre volaban alto y él lo demostraría. Luego de volver

a revisar satisfecho su lustroso reflejo, retocado el pelo por enésima vez,

se encaminó decidido al encuentro del cardenal Carlo Pío. Era un antiguo amigo de la familia y secundaría encantado sus grandes planes.
Tras hacerse anunciar con toda solemnidad, entró con desenfado al despacho del prelado e hizo una estudiada reverencia.

Al momento se sorprendió por la mirada que recibió y aún más por las palabras.
—¿Quién es usted y qué hace aquí? —dijo con firmeza y acritud el venerable anciano.
¿Estaría acaso chocheando el buen viejo?, se preguntó con creciente inquietud Glicerio. Juntó fuerzas y prosiguió.

—Cómo que quién soy, Eminencia. Soy Glicerio Landriani, sobrino del cardenal Federico Borromeo. Vine a Milán luego de haber estudiado en Bolonia. Tengo algunos planes, de los que quiero conversar y para los que cuento con Ud. Se lo anticipó por carta mi tío, el arzobispo de Milán.

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—No lo conozco —respondió cortante, bien lejos de su amabilidad habitual.

Por supuesto que me conoce. ¿Se siente Ud. mal, acaso es una broma o...?

No lo recuerdo, como claramente ya le he dicho. El Glicerio que yo conozco

es un joven muy distinto de quien tengo ahora delante. Es un muchacho sencillo

y devoto, deseoso de servir a Cristo. Tiene celo por el bien de las almas.

Por amor a ellas estudia. Por ellas ora asiduamente y hace penitencia.

Es fiel imitador de su tío abuelo y gran santo de nuestros tiempos, san Carlos Borromeo. Bien lo conozco a mi buen Glicerio Landriani. El que ahora estoy viendo, con ese traje, esos arreglos y esos modos, no se parece en nada a él.

Glicerio se conmovió profundamente. La recriminación recibida caló en lo más hondo de su sensibilidad. Fue un golpe en su coraza y un despertar. Reconoció con humildad la dura verdad. Había abandonado, casi sin percatarse, la búsqueda

de la santidad. Se había dejado seducir por el aparecer y el aparentar.

Se había avergonzado de su inocencia y devoción, le parecían ya infantiles.

Se había en- orgullecido de su posición social y perspectivas de futuro.

Se sentía muy importante. ¡Qué insensato!
Por la ventana abierta a la calle se escuchó el canto que una procesión entonaba:
“Vanidad de vanidades y todo es vanidad.

Todo el mundo y cuanto en él hay, todo es vanidad”.


Eran los discípulos de Felipe Neri que peregrinaban hacia alguna de las siete basílicas. Bien le vendría a él sumarse ahora a la marcha de esos hombres alegres y desapegados de todo. Escapar así de la vergüenza de la reprimenda y del horror mayor de la verdad que la respaldaba.


¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su propia alma?

¿Para qué le servía todo lo estudiado en Bolonia, la mejor universidad con los más eximios profesores, y lo que ahora continuaba aprendiendo con los dominicos

de la Minerva, si no encaminaba bien su vida?

Una fuerte claridad se hizo lugar en su alma y de algún modo la selló

para siempre: Deus super omnia. Dios sobre todas las cosas.
En los días siguientes maduró una serena y gozosa convicción sobre su identidad. No le era reflejada por ningún espejo sino por la contemplación del Crucificado.
—Sé quién soy. Soy Glicerio de Cristo.

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