Capítulo I: El Anillo
El niño corrió entusiasmado atravesando el jardín. No dejaba de mirar de reojo el anillo de oro que brillaba en su dedo anular. Se refugió en su rincón favorito, allí brotaba una fuente, y se quedó contemplando la pequeña y valiosa joya. Mientras, recordaba la conversación tenida. Había sucedido en la sala principal de la enorme casa que ocupaba con sus padres y hermanos. Vivían en la zona más hermosa de Milán.
—Es una herencia de nuestra familia —le había contado su padre—.
Todavía no te queda tan bien, pero tu mano pronto crecerá.
Cuando menos lo pensemos, se lo podrás dar a quien le ofrezcas con él tu amor y tu vida. El dedo anular conecta directamente con el corazón.
Este te señalará la dama a la que este anillo y tu vida están destinados, Glicerio mío.
—Entonces no es para mí —afirmó el niño, con interrogación en los ojos.
—Estamos hechos para entregarnos, no para acaparar, hijo.
De nada sirve tener sino para dar a quien amamos. Cuando tu corazón tenga dueña, le darás no solo el anillo sino toda tu vida. Tendrás que elegir bien.
Ha de ser la mejor mujer que puedas encontrar.
Un Landriani no puede contentarse con menos.
Ahora, junto a la fuente, en su rincón secreto, repasaba todo lo que su papá
le había dicho.
—Tengo que elegir a la mejor —se dijo—.
De quien sea mi anillo será mi corazón.
Pasaron dos años desde aquella conversación, había muerto su querido padre, y el anillo de oro que tanto le gustaba volvía a atraer su mirada
y le provocaba sentires nuevos. Ya no le quedaba suelto, incluso le ajustaba un poco. Al contemplarlo, Glicerio se sentía tan grande e importante como había sido su padre. También percibía un cierto peso, el de elegir bien a quién darlo. Pensaba en las muchachas que conocía, las vinculadas a la familia,
las que veía en fiestas y paseos. ¿Cuál sería la indicada?
Su destino parecía depen- der de esa decisión.
Y, como siempre que se veía en aprietos, buscó calma en la capilla silenciosa dedicada a la Virgen de Loreto. Allí siempre escapaba con Francesco, fiel compañero de todas sus aventuras. Esta vez fue solo. Le encendió una vela a la Virgen y se arrodilló ante la amada imagen.
—Virgen Santísima, siempre me escuchas y socorres en todas mis necesidades
y me sacas de todos los apuros. Te pido que me señales a quién debo entregarle
mi anillo y mi corazón. Muéstrame de quién voy a ser.
Que sea, como decía mi padre, la mejor dama por la que vivir y luchar...
Se agolparon en su mente imágenes provenientes de los libros que leía y disfrutaba desde pequeño: nobles caballeros al servicio del honor de aún más nobles damas; gestas, aventuras, luchas y honra; grandezas y premios, riquezas y palacios cortesanos; cantos, danzas, proezas que enardecían su alma.
También aparecieron otras imágenes e historias: su pariente materno, san Carlos Borromeo, gran arzobispo que sirvió a los apestados y reformó las costumbres
de la ciudad y toda la región, combatiendo vicios y ganando almas para Cristo;
el otro gran pastor milanés, de quien llevaba el nombre, san Glicerio; san Ambrosio que con su predicación encendida tocó el corazón de san Agustín...
Finalmente se entretuvo, encantado, en la imagen del humilde san José, el casto esposo y custodio de la Virgen María. ¡Cuánto tuvo que pasar por cuidar del Señor y de su Madre! También recordó a otro santo favorito, el del águila, san Juan Evangelista. El más joven de los apóstoles y el más cercano al Señor.
El que recibió a su Madre al pie de la cruz.
Y sobre todo, quien compartió la misma forma de vida virginal que llevaron
Cristo y María.
Regresando, de pronto, de la ensoñación, vio su pequeña vela ya casi toda consumida. Elevó sus ojos hacia los de Nuestra Señora y sintió
en su corazón un impulso que no pudo refrenar. Se quitó el anillo de la mano y lo dejó escondido en una pequeña rendija; allí mismo,
entre el cuerpo de la Virgen y el de su Divino Hijo. De su alma, acompañando el gesto, brotó la oración.
—No hay dama más hermosa ni noble que tú. Ya no voy a buscar otra. Si me aceptas el regalo, Amable Señora, tuyo será para siempre
mi corazón y toda mi vida será para servirte para gloria de tu Hijo y mi Señor.